sábado, 22 de noviembre de 2008

Gomorra


Roberto Saviano, un nombre que hoy nos sale hasta en la sopa de letras con un poco de suerte, tiene una única obsesión en esta vida. Con precisión de cirujano lleva tres años dedicándose a destruir un imperio que gobierna con mano de plomo el sur de Italia. Y lo ha hecho de una manera ejemplar, exponiéndose a las más dolorosas amenazas, a las más peligrosas revanchas; Roberto Saviano ha mirado a la muerte a la cara, y le ha dado nombre: Gomorra. Gomorra es a la ira lo que Sodoma es a la lujuria, y si siempre se ha identificado a Sodoma con Pompeya, donde no se podían dar dos pasos sin encontrarse con un lubinario donde tener sexo por dinero, Saviano identifica Gomorra con otra ciudad vecina, también arropada por la sombra del Vesubio, que de haber existido hace dos mil años, habría corrido la misma suerte de tragedia bíblica que corrió Pompeya. Bautizándola así, Saviano nos hace un chiste cruel, sobre que la única manera de acabar con la podredumbre que se extiende hasta los mismos cimientos de Nápoles sería cubrirla con la lava del volcán, pues el escritor sabe que por mucho que patalee y grite, la mafia está tan arraigada a la sociedad que nunca desaparecerá. Ahí es precisamente donde reside la grandeza de su sacrificio, ole por Saviano, por escribir, y ahora guionizar esta película, que más que una película es un mosaico de vidas asustadas, arrinconadas en casas mohosas y llenas de humedades, almas que pasean por paisajes desolados y vacíos, donde el sol nunca brilla del todo. Una realidad destartalada donde a la vuelta de la esquina espera agazapado un tiro en la cabeza, un drogadicto de diez años, prostitutas gordas y feas. Gomorra no necesita dar lecciones morales para convencernos de nada. Le basta con retratar el infierno un par de días para que se nos quiten las ganas de jugar a ser Tony Montana.

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